Son estas fotografias de dos momentos en que visité San Pedro de Rocas. Unos son de hace cuatro o cinco años cuando hice, durante un atardecer del mes de julio, el Camino Real y otros son del pasado mes de febrero. Muchas las visitas a este lugar. Las primeras cuanto todavía no estaba "adecentado" como lo esta hoy. Y si varias fueron mis visitas, varias son los fuentes que documentan este lugar y su historia, como por ejemplo, la que nos muestra la Ribeira Sacra, o arterias, etc, en la web o multitud de libros que tenemos a nuestra disposición en las bibliotecas publicas. 

Por tanto, no voy a repetir esos mismos argumentos que otros mejor que yo lo hacen. Hoy voy a recuperar aquí un texto escrito por Manuel Sales y Ferre (1843-1910), el 10 de agosto de 1890 y que formaba parte de una publicación llamada "Almanaque de Galicia para el año de ...1891", donde relata su visita a San Pedro de Rocas.

Señalar que Manuel Sales y Ferre fue un sociólogo, historiador, arqueólogo y escritor. En 1899 ocupó óla catedral de sociología de la Universidad Central, hoy Universidad de Madrid; miembro my activo de la Academia de Ciencias Morales y Política y miembro, también, de la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Fundó en Madrid el Instituto de Sociología, y en Sevilla varias bibliotecas. Su afición arqueológica le llevó a visitar gran parte de España acompañado de sus discípulos predilectos. Entre su visitas esta la que hizo a San Pedro de Rocas, que documento y que ahora os muestro aquí:

"He aqui uno de los monumentos más curiosos y menos conocidos de Galicia, y, al mismo tiempo, uno de los más populares. En Orense, a cuya diócesis y provincia pertenece, todo el mundo habla de él, y, sin embargo, son muy contados, quizás no lleguen a media docena los que lo han visto. No hay para qué decir que las noticias que acerca de él circulaban, eran múltiples y muy diversas. Quienes decían que estaba labrado todo él en la roca, en formas clásicas muy puras, y partiendo de este supuesto, era cosa de ver cuanto enaltecian su importancia, clasificándolo entre las catacumbas de Roma y datándolo del tiempo de las primeras persecuciones de los gentiles contra los cristianos, quienes, con aire de mejor enterados, aseguraban que en eso de labrado en la roca había mucho de exageración, que solamente el ábside estaba ahuecado en la peña, siendo todo el resto de fábrica ordinaria, desprovisto de ornamentación y de carácter, que no valía la pena de ir a verlo, mucho menossiendo el viaje tan molesto; del cual parecer disentían  todavía no pocos, los cuales, adoptando así como una posición intermedia, afirmaban  que ciertamente estaba excavado en la peña; pero sin que ostentase columnas, ni arcos, ni capiteles, ni cornisas, ni impostas, ni género alguno de labores, sino superficies lisas y mondas, sin mérito ni importancia, y que positivamente cosecharía una gran decepción él que fuese á visitarlo. La contradicción entre estos informes y otros varios de que hago gracia al lector, porque paréceme que basta con los apuntados para que se forme idea del estado de vacilación que determinarían en mi ánimo, me interesó y movió, la otra vez que estuve en Galicia (verano de 1888), á organizar una excursión, que hicieron fracasar repentinas y pertinaces lluvias, pasadas las cuales no tuve ya tiempo sino de preparar el viaje de regreso, para ir á reanudar mis tareas académicas. Bien se está San Pedro en Rocas, dije para mi, y, desde entonces, embargada mi atención en asuntos de muy diversa indole, no volví á acordarme de Rocas ni de su San Pedro, hasta este verano, en que, vuelto de nuevo á Galicia, con propósito, por cierto, más de continuar mis estudios ak gratis ambiente de sus frescas brisas, que de visitar monumentos que por fortuna cuentan ya en el país con buen número de aficionados, amén de algún otro maestro, cayó en mis manos "Arqueología Sagrada» recién escrita por el Canónigo de la Catedral de Santiago, D. Antonio Lopez Ferreiro, y de la que ya me había hablado en Sevilla mi compañero y amigo D. Francisco Mateos Gago, ponderándome su tamaño y el número de sus grabados, y á las pocas páginas que leí de ella, me encontré con mi San Pedro de Rocas, citado nada menos que como templo visigótico (románico del primer periodo, según la impropia clasificación del autor).





La cita, en verdad, me causó asombro: á tanto no habian llegado mis presunciones. Tuve al principio ¿á qué ocultarlo? mis conatos de duda; mas se trataba de una noticia dada en letras de molde y por arqueólogo que goza de universal reputación en la región gallega, sacerdote y canónigo, por añadidura, y rechacé como ofensivo el pensamiento de que el Sr. Lopez Ferreiro, antes de lanzar afirmación tan grave, no hubiese visitado la iglesia de San Pedro de Rocas y visto en ella claras é incontrovertibles pruebas  de su abolengo visigótico. Tanto más cuanto que á continuación escribe: "Esta iglesia notabilísima, labrada casi toda ella en la roca, demuestra que aún no se habían olvidado del todo las antiguas tradiciones, y que existían todavía artistas capaces de reproducir con cierta exactitud y esmero las antiguas formas clásicas». Cierto de nuevo me asaltó la duda, al ver citada, también como visigótica, al lado de la iglesia de San Pedro de Rocas, la de San Juan de Venta de Baños, opinión que, si no ha mucho sostuvo algún que otro arqueólogo, nunca ha prevalecido, y hoy se halla definitivamente abandonada, trayéndose la época de su construcción á los tiempos de la Reconquista, alrededores del siglo X. Sin embargo, la verdad es que el punto ba estado en litigio, y no es de extrañar que algunos, encariñados con el monumento y poseidos de un celo patriótico, siempre plausible, aunque no siempre bien tendido, persistan en referirlo á la época visigótica, y de este número sea el señor Lopez Ferreiro; bien que, en tal caso, no debió dar como inconcluso lo que siempre fué dudoso; pero ¿quién está libre de una distracción?; por dónde vine á concluir, en suma, que no era el pecado tan grave que diese motivo para poner en tela de juicio su veracidad respecto á la iglesia de San Pedro de Rocas. De nuevo, pues, ahuyenté mis dudas, de nuevo formé propósito, que probablemente no habría cumplido, de visitar aquella iglesia este verano, no ya para averiguar lo que fuese, sino para estudiar un monumento visigótico, rara avis en nuestro país, y seguí pasando hojas de la «Arqueología Sagrada.» 

Más estaba escrito que el diablo, y el diablo era aqui an. Pedro de Rocas, no había de dejarme en paz. A las pocas páginas tropecé con la Catedral de Orense, citada á propósito de girolas románicas, como «hermosísimo ejemplar de nave absidal». Esta vez la duda arrolló á la prudencia; decididamente, y dicho sea con todos los respetos y fé en el autor; más no, entiéndase bien, respecto á su competencia, sino en cuanto á su conocimiento directo de los monumentos que cita. Porque hasta llos más imperitos en achaque de arqueología no pueden menos de notar, al pasar en la Catedral de Orense del crucero á la girola, que esta pertenece á un género de construcción muy parecido al dominante en nuestros días, como que se trata de una ampliación de fines del siglo XVI á principios del XVII, á lo más remoto, modesta, de estilo greco-romano, en mala hora ideada y ejecutada, porque nos costó la pérdida de los dos ábsides laterales primitivos y casi también del central, cuya superficie externa se cubrió con pilastras y revoques, evidentemente el Sr. Lopez Ferreiro habla de la Catedral de Orense, sin haberla visto, ni oido acerca de ella á persona competente, cosa no admitida en arqueología. 

Y si el Sr. Lopez Ferreiro no ha visto la Catedral de Orense, bien se puede asegurar que tampoco ha visitado la iglesia de San Pedro de Rocas, así como el convento de Celanova, cuya capilla de San Miguel cita en su libro con el mismo desacierto, puesto que Orense es paso obligado para ir á aquellos dos puntos; y como de ninguno de los monumentos en cuestión se ha publicado descripción alguna, á no ser que se tomen por tal las cuatro ligeras notas que acerca de Celanova dió á luz una muy nombrada escritora gallega, bien puede suceder que tenga San Pedro de Rocas tanto de visigótico como tiene de románico la girola de la Catedral orensana. Y he aquí por donde volví á mi San Pedro de Rocas, después de haberlo dejado dos veces, acosándome ahora la impaciencia en tales término, que, sin reparar en que nos hallábamos en medio de la canícula y en uno de esos períodos en que el sol envía rayos de fuego sobre Orense, solicité el concurso del Ingeniero D. Sebastián M. Risco y del Ayudante de Ingenieros D. Leopoldo Varela, y armados de todas armas, al amanecer del día cinco de Agosto salimos carretera de Trives, en dirección á S. Pedro de Rocas. 







Hasta Pinto, que dista de Orense 15 kilómetros, todo fueron tortas y pan pintado. La aurora, posando sus zapatitos de oro sobre las cumbres de las montañas y desplegando al aire su nítido manto, nos brindó con el espectáculo de una creación nueva, la creación de este suelo gallego, en cuyos valles, cañadas, angosturas, oteros, lomas, sierras y montañas, parece que el Creador agotó todos los recursos de su infinita fantasía; el brillante Suryá, como dirían nuestros antepasados los aryas, elevándose por detrás del lejano monte, nos envió sus frescas brisas, y los arboles y las plantas, despertan do de su sueño, nos regalaron con olas de oxigeno perfumado.

A las ocho estábamos en Pinto. Aquí dejamos el vehículo, y por tortuo­sa, desigual y escabrosa vereda emprendimos la caminata á lo alto de San Pedro, distante unos tres kilómetros. En tan breve tiempo, todo había variado á nuestro alrededor. El implacable Febo nos hería con sus saetas de fuego; el aire no se movía; la niebla canicular pesaba como plomo sobre nuestras cabezas. Atravesamos el pueblo de Pousa. Nunca lo olvidaré. Una calle tortuosa, de piso desigual, casas irregulares, con los muros de granito ennegrecidos, miradores de toscas barandas de madera y algún que otro emparrado, ofrecía con tan pobres elementos un conjunto tan pintoresco, que paró largo rato nuestros piés para contemplarlo. Seguimos avanzando. A cada paso topábamos con grupos de vacas y terneros, que se retiraban á sus corrales, huyendo del sol y de los tábanos. Estos encuentros nos hacían olvidar por un instante el cansancio, cautivando nuestra atención las limpias y bellas formas de aquellos mansos y útiles animales. Habíamos subido ya largas pendientes, y de repente, al doblar una loma, divisamos á lo lejos el convento. El panorama que desde allí se ofreció á nuestra vista fué sorprendente. Altas, empinadas y agudas crestas, más propias de la caliza que del granito, coronan la cordillera que se desarrolla circularmente, como inmenso anfiteatro; al pié de una de aquellas crestas y sobre la espalda de una loma erizada de peñascos graníticos, que rompen con su faz negruzca el verde tapiz de las praderas y castaños, se destaca, allá en el nacimiento del valle, el convento, cuyas lineas regulares contrastan con las sinuosas de los montes, y por cuya seguridad parecen velar, desde lo alto de la sierra, aquellos inmóviles centinelas de granito. La vista del convento prestó alas á nuestros piés. Bajamos á una hondonada, subimos á otra loma, vuelta á bajar y vuelta á subir, y nos hallamos delante de una casita de labriegos ocupados en mallar y frente por frente del convento, del que no nos separaba más que el angosto valle de Rocas. Descendimos,  pasamos una fuente, emprendimos la subida de la vertiente opuesta, caminando por ancha vereda empedrada como calzada romana, y al doblar un recodo, nos hallamos de manos á boca con la fachada de la iglesia conventual.


Habíamos llegado: la esfinge iba á revelarnos sus secretos. Allí estaba esperándonos, con las llaves en la mano, una mujer enviada por el Sr. Abad, á quien habíamos avisado la víspera. Pero era menester esperar. Nuestra respiración era jadeante, el sudor caía á chorros por nuestras mejillas. Nos sentamos en un banco de piedra. Momento crítico aquel, luchando entre el amor á la vida, que podíamos poner en peligro penetrando desde luego en el templo, y la impaciencia que nos impelía á verlo y estudiarlo. Trascurrido un rato, que nos pareció un año, nos decidimos á abrir y entrar: una bocanada de aire frío y húmedo como la muerte nos echó fuera. Para hacer tiempo, fuímonos á la fuente, que mana en el pliege septentrional de la loma . Hermosísima mansión para verano. A la derecha, gigantescas rocas de granito írguense, unas sobre otras, hasta perderse en el cielo, debajo de aquellas peñas, y cubriendo toda la pendiente por la izquierda, añosos y copudos castaños mantienen perenne sombra, sin dejar paso más que á ténues y fugitivos haces de luz, y entre dos castaños y al pié de una roca, mana la fuente, que convida al descanso con la pureza de sus aguas, la frescura del ambiente y el encanto misterioso del lugar. Quisimos beber; era una imprudencia: el agua estaba fría, quizás á menos de 6 grados. Vuelta á esperar. Al cabo, repuestos algún tanto de la fatiga, aunque bañadas las ropas en sudor, retrocedimos y penetramos en el templo, á cuyo estudio pudimos entregarnos ya impunemente.

La antigua iglesia hállase encerrada dentro de otra de moderna construcción, que se levanta aislada, á continuación de la casa conventual y con orientación al norte, ocupando esta el lado del mediodía y aquella el del septentrión. Ambos edificios son pequeños, pobres y ordinarios, con el aparejo de mampostería, las paredes sin enlucir, del mismo estilo y probablemente del mismo tiempo, primera mitad del siglo XVI, á juzgar por la cornisa que sirve de remate á sus muros, de corte ojival en ambos, y el arco apuntado que corona la puerta de ingreso en el imafronte de la iglesia. Dejemos la casa conventual, donde nada hay que notar, y entremos en el templo por la puerta lateral. Frente á esta, en el opuesto muro, que lo forma la misma roca , salvo pequeños espacios de fábrica de sillería, se abren tres puertas, de arco de medio punto, mayor la central , iguales las laterales, solicitando al mismo tiempo la vista, y más allá de la puerta de la derecha vénse dos estátuas yacentes, de estilo románico, posada la una en el suelo y la otra sobre una hornacina, en cuyo paramento dos ángeles elevan al cielo el alma del difunto. Estas tres puertas, horriblemente pintarrajeadas, constituyen la portada del antiguo famoso templo, que está cavado totalmente en la roca , y los huecos que aún se ven en las jambas y dinteles por la parte interna, para goznes de puertas y trancas, son claro indicio de que se abrían al aire libre antes de construirse la moderna iglesia. Los arcos y las jambas no están labrados en la misma roca, son de sillería; mas no por esto se los ha de tener por puramente decorativos, pues impiden seguros desprendimientos de la roca granítica, al cual objeto es probable que no fuese extraña su construcción . No lo fué de seguro, antes podemos decir que no tuvo otro, la de la puerta lateral de la izquierda, de reciente fecha y enorme espesor,  metro y medio próximamente, con todos los caracteres de una fábrica de contención y que hace pensar en el hundimiento de la antigua puerta, que sería del mismo estilo que las otras dos.

Son estas románicas, á todas luces. Ambas carecen de plinto, de columnas y de tímpano, y el moldurado y ornamentación de los arcos se continúan en las jambas hasta el suelo, sin más interrupción que la imposta, que marca el límite entre los unos y las otras. La puerta central, cuyo arco de ingreso es liso, tiene cierta magnificencia por su gran arco decorativo y su archivolta, moldurado el arco en un boltel entre dos toros, el diámetro de estos la mitad que el de aquel , en el intradós el uno y el otro en el paramento, volteando todos tres, juntos y paralelos, por la esquina del arco y prolongándose en las jambas hasta el suelo. Bajorelieves, á trechos muy deteriorados, realzan la imposta , figurando, los de la derecha, estrellas de seis puntas inscritas en círculo, y los de la izquierda, el tan común ajedrezado. La puerta lateral de la derecha consta solamente de arco de ingreso y de archivolta; pero ambos muy decorados. Ostenta el intradós del arco un boltel en cada esquina y, entre ambos, dos filetes y una media caña, en la que se destacan , espaciadas á trechos iguales, bolas en las jambas, rosáceas de cuatro pétalos en el arco. Exornan la archivolta ámplias hojas de acanto. La puerta de la izquierda ya dijimos que es moderna y lisa, sin labor de ninguna clase. Las tres puertas dan ingreso á tres naves, ahuecadas, por supuesto, en la roca , que se comunican entre sí por pequeñas puertas, abiertas cerca del pié. Llaman la atención esta naves por su semejanza y simetría. Las tres constan de las mismas partes fundamentales, cuerpo y cabeza; en las tres es el cuerpo de planta rectangular; en las tres se compone la cabeza de arco de ingreso liso, con archivolta , y de ábside esferoidal. La simetría muéstrase en la igualdad de las naves laterales y en su proporcionada relación con la central. Tiene esta de largo, desde la cara externa del muro al centro del ábside, unos 12 metros, casi el doble de las latera les, cuyas longitudes son 6´50 metros, la del Evangelio, y 6'15 la de la Epístola; y esta misma proporción próximamente rige su anchura. El techo de la central es abovedado; los de las laterales, adintelados. La central tiene el cuerpo dividido en dos tramos mediante arco; las laterales no presentan semejante división. La primera ostenta dos credencias en forma de huecos cuadrados, abiertas en el paramento á derecha é izquierda del arco del ábside; las segundas, una sola cada una. La identidad entre las naves laterales llega hasta el punto de tener ambas, en el centro de los muros extremos, un sepulcro ahuecado en la peña, de arco redondo. Sin duda pertenecerá estos sepulcros las dos estátuas yacen­tes de que hemos hecho mérito, colocadas ahora fuera en la nueva iglesia. Sobre el sepulcro de la nave de la Epístola, cubriendo como un tercio de su longitud, hay una lápida funeraria, de mármol, con adorno funicular alrededor, cruz griega en medio, cuyo ástil, también funicular la divide á lo largo en dos mitades, y llenando estas, la inscripción:


HEREDITAS: N ( austi?)
EVFRAXI: EVSANI
QVINEDI: EACI  FLAVI
RVVE: ERA DCXI









La nave central hemos dicho que consta de dos tramos separados por un arco; mas esta división no podemos asegurar que sea antigua, tanto por lo reciente del arco actual, cuanto por no presentar tampoco carácter de gran antigüedad un fragmento que se conserva en el muro de la izquierda , al parecer, de otro arco  anterior. Dejando á un lado este punto, para cuya  solución no ofrece datos suficientes el monumento, está fuera de duDa que, á consecuencia de desprendimientos, cuyas huellas se ven patentes en la bóveda del primer tramo, recién  picada y apainelada, en la puerta de ingreso, reforzada por dentro. y en las mismas puertas de comunicación entre las naves, fabricadas ó rehechas no ha mucho, fué menester, tanto por razón de la belleza, como de la seguridad, reconstruir el arco antiguo, que si no llegó á hundirse, hubo de quedar despegado del techo. Junto á este arco, hay una cavidad irregular que llega al exterior y que ha sugerido á las gentes del país, en su afán de explicársela, la leyenda de que por allí se escurrían los monjes en la cueva, antes de que se le abriesen las actuales puertas, ya para poner sus vidas á salvo de extrañas gentes, ya para celebrar sus oficios á hurtadillas de los enemigos de su fé. Difícil es declarar si la abertura  es natural ó artificial, primitiva ó posterior, mas si fué intencionada, no pudo tener otro objeto que mantener el aire del templo en comunicación con el exterior, durante las largas horas en que lo tendrían  cerrado, antes de  que se le agregase la moderna iglesia. El segundo tramo,  cuya bóveda es de medio cañón, y el ábside, se conservan intactos, tal  como  se  labrar on   desde un principio; y como, además, se pueden ver bien , por dar la puerta bastante luz, lo que no sucede en las naves laterales, es la parte del templo que despierta más interés.

Nos hemos detenido á describir este templo con minuciosidad quizás excesiva; de un lado, por la singularidad  de hallarse  totalmente abierto en la roca, único ejemplar, que sepamos, en España; de otro,  con el fin de suministrar al lector base segura para calcula r su antigüedad, acerca de la cual nos toca discurrir ahora. Hasta principios del siglo XVI, en que se erigió la nueva iglesia, la portada del antiguo templo estuvo al aire libre, y sus tres entradas, provistas de puertas de madera. Quizás las precediese un pórtico, al uso de aquellos tiempos. Ya hemos dicho que las puertas son románicas, por sus arcos, por sus molduras y por su ornamentación. Románicos son también los ábsides, de planta redonda; románica la bóveda de la nave central; y, por si esto no fuera bastante, románicas son, en fin, las estatuas. Nada hay en todo esto que nos lleve más allá del siglo XI. Queda la lápida. funeraria, datada del año 611 de la era hispana, 583 de la cristiana. Pero esta lápida, aun cuando el lugar que ocupa fuese el primitivo, no tendría la virtud de trocar en visigótico lo que es románico. Pero es el caso que el sitio en que hoy está no es el suyo. Cubre la tercera parte, no del hueco de un sepulcro, sino del fondo de un nicho abierto en la roca para colocar en él una de las estatuas yacentes de que antes hemos hablado. Por otra parte, si la lápida se hizo para estar tendida, hubo de colocarse, no trasversalmente, como está en el día, sino longitudinalmente, única manera de poder ser leida, aunque su posición más propia, y que sin duda tuvo en su sitio primitivo, és la de canto, en el sentido longitudinal. De todo lo cual se colige que la lápida vino aquí de otra parte. Y como es indudable que delante del templo, en el solar de la nueva iglesia, hubo antes enterramientos, á juzgar por los muchos huecos sepul­crales que se ven en las peñas al pié del muro, nada tendría de extraño que procediese de alguno de aquellos, y que, con el piadoso fin de conservarla, fuese puesta en el lugar que hoy ocupa, después de haber desaparecido de él la estatua que lo decoraba.




Fuese como quiera, es evidente que la iglesia de San Pedro de Rocas no se remonta más allá del siglo XI, sin que nada se oponga á que se construyera en el XII, y aun en el primer tercio del XIII, antes bien , siendo cualquiera de estas dos últimas fechas más probable que la primera. De todos modos, está dentro de ese gran movimiento de construcción de templos y monasterios que se desarrolló, del siglo XI al XIII, en todos los reinos cristianos, y muy particularmente en Galicia, expresión, tanto de una paz y bienestar relativos, como de la riqueza y poderío que habían alcanzado las catedrales y monasterios, á consecuencia de aquellas pródigas donaciones que á porfía les hicieran magnates y plebeyos al acercarse el año 1.000 en que había de acaecer el fin del mundo y celebrarse el tremendo juicio final.

Mas ¿qué hubo allí antes de este tiempo? ¿Qué fué lo que determinó la excavación de la iglesia? De esto nada nos dice el monumento, y como tampoco es de esperar que nos den luz otras fuentes, queda el camino abierto a las suposiciones. La nuestra, en conformidad con la tradición y la leyenda, es que antes de aquel tiempo, habría allí una cueva, poco profunda, como son todas las abiertas en terreno granítico; que algún piadoso varón, huyendo el trato del mundo, se retiraría á aquel lugar apartado, para entregarse á la meditación y penitencia; que la fama de su santidad, divulgándose de día en día, atraería á su lado á otros varones, quienes, siguiendo el ejemplo de su maestro, acabarían por hacer célebre y santo aquel lugar; y tal sería la causa de que, generaciones después, andando el siglo XII ó empezado quizás el XIII, cuando había amanecido para Galicia una aurora de paz y bienandanza, y obispos, abades y príncipes destinaban sus caudales á levantar iglesias y conventos, fuese una de sus empresas el convertir en templo aquella cueva, santificada con el recuerdo de tan tos anacoretas.










Era muy tarde cuando terminamos nuestro trabajo. Con tristeza nos despedimos, á la caida de la tarde, de aquella rústica y deliciosa mansión, á la que el murmullo de las aguas que se despeñan desde sus fuentes al fondo del valle, las sombras de los castaños, las enhiestas crestas de granito, el monasterio sin monjes y la iglesia sin fieles, prestan magia soberana. La naturaleza habla allí con la imponente elocuencia del misterio . Si se alza la Yista al Cielo, las hojas de los castaños parecen expresar con sus movimientos los designios de una voluntad suprema: si se mira al suelo, el agua de las fuentes y las grietas de las peñas parece que nos ponen en comunicación con una potencia creadora. ¡Qué de altares, qué de oráculos no hubiesen levantado allí los griegos á su padre Júpiter celeste y á su madre la fértil Tierra! Por última vez tendimos la vista, desde la plazoleta, al vasto horizonte que se dilata por el lado de Pinto, llanura sin fin que recuerda las planicies andaluzas, por dejar de ser perceptibles desde aquella altura los oteros, colinas, y hondonadas que aquí, como en todas partes, surcan el suelo gallego. Varias veces volvimos la vista para contemplar las variantes que con la distancia ofrecía el panorama que dejábamos á nuestra espalda, especie de Nacimiento, con el convento en medio, á los pies el pintoresco valle, y en lo alto los centinelas de granito velando por que nadie profane la santidad del lugar; y cuando llegamos á la loma desde donde lo habíamos vislumbrado por primera vez á la ida, le dimos el adiós postrero, seguros de que no volveríamos á verlo jamás."





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