Se juntaron los niños frente a casa, allí donde estaba nuestro banco de madera, un viejo banco lleno de cicatrices que se escondía tras la sombra de un huesudo e impúdico árbol, donde los novios formalizaban su amor eterno con llaves y los perros marcaban sus dominios en el momento de sus micciones nocturnas. Los chavales que allí estaban mostraban sus galones a través de su posición en el banco. Los mas chulos, los lideres del grupo se sentaban en el respaldo con los pies sobre el asiento, encarándose de este modo con el peligro que se presentaba tras sus espaldas, las miradas recriminatorias de los mayores que por allí paseaban y el orgullo de poseer algo como suyo, sus delfines se sentaban de igual modo a su lado o permanecían moviéndose alrededor del banco y del resto del grupo como guardianes de un orden establecido. Otros críos, aunque en ese momento había mas niñas, se sentaban en el asiento abrazando sus piernas y sonriendo las gracias de lo que allí se decían, y gritando de manera que su presencia no fuera solamente testimonial. El resto, unos cuatro o cinco críos, permanecían de pie o sentado en el suelo acatando lo que desde el respaldo del banco viniese como si fuera la palabra de un dios, un dios con acne cuyo báculo era sustituido por un cigarro comprado furtivamente en el estanco del barrio.

Desde mi balcón, viendo la escena, me estaba imaginando lo que unos decían, lo que unos oían y las interpretaciones que de aquel momento todos hacían. Me imaginaba como el del cigarro les contaba a sus compañeros como había que hacer las cosas el próximo fin de semana, como irían a tal sitio o tal otro, le diría, si alguien osaba decir algo, que se callase que no tenia ni puta idea y que por su culpa el otro día los echaron del salón de juegos, de si traían pasta para beber, de que eran todos unos imbéciles, etc. Todo esto les diría mientras los demás se callaban asintiendo.

En ese momento paso por delante una niña que llevaba una mochila que debía pesar por lo menos unos cientos de kilos, visto el esfuerzo y el caminar de la cría. Agachando la cabeza, y sin miran hacia el grupo, se puso colorada e incremento su paso a la vez que los demás se comenzaron a reír, todos menos el que se sentaba sobre el respaldo, y que solamente la miraba mientras seguía fumando con autosuficiencia.

La niña giró la esquina de la calle sin mirar atrás, sin levantar los ojos de la acera, mientras ellos permanecían sentados embobados por lo que hacia y decía el que se sentaba en el respaldo del banco.



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