El 15 de marzo del 44 a.C.Julio César acudió a la cita que tenía acordada en el Senado con sus colaboradores más próximos. Sin guardias que lo protegieran, César fue rodeado por los senadores que fingían pedirle distintos favores. Entonces Lucio Tilio Címber dio la señal acordada para asesinarlo. César recibió veintitrés puñaladas en la sala principal de la Curia, aunque se defendió por unos segundos, logrando sacar un afilado estilo con el que hirió a algunos de sus atacantes.

Los conjurados justificaron su crimen como un acto necesario para salvar la Roma de su tiranía.

Escribe Stefan Zweig, En su magnífico “Momentos estelares de la humanidad“, que tras su asesinato tuvo lugar lugar un momento decisivo en la historia universal, pues tres generales, Marco Antonio, César Octaviano y Marco Emilio Lépido, ”en lugar de obedecer al senado y respetar las leyes del pueblo de Roma, se unen para formar un triunvirato y dividir un imperio inmenso, que abarca tres continentes, como si fuera un botín de guerra cualquiera. En una pequeña isla, cerca de Bolonia, donde se juntan las aguas del Reno y del Lavino, se instala una tienda en la que habrán de reunirse el tres salteadores. Como es natural, ninguno de estos grandes héroes militares confía nos otros. Demasiado a menudo se llamaron unos a otros en sus manifiestos mentiroso, canalla, usurpador, enemigo del Estado, bandido y ladrón, como para no estar al corriente del cinismo de los otros. Pero a quien está hambriento de poder sólo le importa ejercerlo y no la opinión de los demás, únicamente el botín y no la honra. Tomando todas las precauciones posibles, el tres interlocutores se acercan uno tras otro al lugar convenido. Sólo después de que los futuros dominadores del mundo se hayan cerciorado de que ninguno de ellos lleva armas consigo para asesinar la esos aliados demasiado recientes, se sonreí amablemente y entran en la tienda en la que se ha de acordar constituir el futuro triunvirato.

Antonio, Octavio y Lépido permanecen durante tres días en esa tienda, sin testigos. Tienen que ocuparse de tres asuntos. Sobre el primero -como deben repartir el mundo - se ponen al instante de acuerdo. Octavio recibirá África y Numidia. Antonio, Galia. Y Lépido, Hispania. Tampoco la segunda cuestión les exponen demasiadas preocupaciones: como reunir el dinero para pagar la soldada que desde hace meses deben a sus legiones y a la canalla de sus partidos. Este problema se resuelve con ligereza, siguiendo un sistema a menudo imitado desde entonces. A los hombres más ricos del país se les arrebatará su fortuna y, para que no puedan quejarse en voz demasiado alta, al mismo tiempo se les quitará de en medio. Cómodamente sentados a la mesa, el tres hombres redactan una lista, la notificación pública de los nombres de los proscritos, el dos mil hombres más ricos de Italia, entre ellos doscientos senadores. Cada uno nombra a aquellos a los que conoce, añadiendo también a sus enemigos y contrincantes personales. Con un par de rápidos trazos, el nuevo triunvirato, tras la cuestión territorial, despachó también la económica.

Ahora toca discutir el tercero punto. Quien quiera establecer una dictadura, para asegurar su dominio, debe ante todo hacer callar a los eternos rivales de cualquier tiranía: a los hombres independientes, a los defensores de esa inextirpable utopía que es la libertad de espíritu. Antonio exige que el primer nombre que figure en esa lista sea lo de Marco Tulio Cicerón. Ese hombre reconoció su auténtica naturaleza y le llamó por su verdadero nombre. Emás peligroso que todos los demás, porque tiene fuerza de espíritu y voluntad de independencia. Hay que deshacerse de él.

Octavio, asustado, se niega. Como hombre nuevo, aun no del todo endurecido ni envenenado por la perfidia de la política, se resiste a empezar su mandato eliminando al escritor más sonado de Italia. Cicerón fue el más fiel defensor de su causa. Él le ensalzó ante el pueblo y ante el senado. Hace pocos meses Octavio aun pedía humildemente su ayuda, su consejo, tratando al anciano con respeto como su «verdadero padre». Octavio se avergüenza y resiste en su oposición. Con un acertado instinto, que le honra, no quiere entregar al más ilustre artífice de la lengua latina al oprobio del puñal de unos asesinos a sueldo. Pero Antonio insiste. Sabe que entre el espíritu y el poder hay una rivalidad eterna, y que nadie puede ser más peligroso para la dictadura que el maestro de la palabra. Tres días dura la lucha alrededor de la cabeza de Cicerón. Al fin cede Octavio, y así el nombre de Cicerón remata el documento probablemente más deshonroso de la historia de Roma. Con esa única proscripción es con la que en realidad se serla la sentencia de muerte de la República.

Desde el momento en que Cicerón se entera del acuerdo alcanzado entre ese tres hombres, hasta entonces enemigos jurados, es consciente de que está perdido. Sabe muy bien que al filibustero de Antonio, a lo que Shakespeare ennoblecería sin motivo elevándolo al plano del espíritu, lo marcó demasiado dolorosamente con el hierro candente de la palabra, al adjudicarle los bajos instintos de la codicia, la vanidad, la crueldad y la falta de escrúpulos, como para que diera hombre brutal y violento le quepa esperar la generosidad de César. El único lógico, en el caso de quisiera salvar su vida, sería una rápida huida. Cicerón que tendría que trasladarse a Grecia, con Bruto, con Casio, con Catón, al último campamento de la libertad republicana. Allí por lo menos se puso a salvo de los asesinos que ya fueron enviados. Y de hecho dos, tres veces, el proscrito parece decidido a huir. Lo prepara todo, informa sus amigos, se embarca, se ponen en camino, pero en el último momento se detiene. Quien conoció ya la desesperación del exilio, experimenta incluso en el riesgo a voluptuosidad del suelo patrio y la indignidad de una vida en huida constante. Una voluntad misteriosa, más allá de la razón e incluso en contra de ella, le obliga a encarar el destino que le espera. Este hombre cansado, a su existencia ya concluida sólo le pide un par de días de descanso. Poder reflexionar un poco en calma, escribir un par de cartas, leer un par de libros. Y que después venga aquello para esté predestinado”


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Fot. Dani Gago



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